martes, 21 de diciembre de 2010

~ El fin ~

Era de noche. Una noche sin luna. Oscura. Sin vida. Mis ojos solo podían divisar unas pequeñas luces al final de esa larga y fría calle. Mis pasos eran cortos y lentos, mis píes no querían seguir avanzando, quizás por eso caminaban tan despacio. Mi mirada estaba fija en ningún punto de la nada, mi mente inmersa en recuerdos, mis oídos solo oían tu voz, tu voz en aquella tarde cálida de verano, aquella que escuchaba 18 tras 18, día tras día, recordándome con el cosquilleo que producían en mi estomago lo enamorada que estaba de ti, o lo estoy… Entonces en mi cara golpeó esa brisa fría que me envolvía en esa gélida noche, a la vez que mi mente fue atizada por tu imagen con ella. Esa brisa topaba con mis lágrimas las cuales enfriaba al deslizarse por mis mejillas. Pero yo no parpadeaba si quiera, salían de mis ojos como gotas que se esparcen por un vaso lleno de agua. Casi no veía a través de las lágrimas, pero eso no me importaba. Pasé al lado de un banco, ese donde me dijiste que me querías, donde me besabas una y otra vez. Nuestro rincón. Entonces mi estomago dio un vuelvo, de repente todas las imágenes se proyectaban, unas tras otras.

Sin darme cuenta perdida en mis pensamientos llegue a casa, pero esa noche estaba sola, lo que lo hacía aun más deprimente. Abrí la puerta del portal y poco a poco subí las escaleras, un piso tras otro. Pero a mi cabeza no paraban de venir ideas, aunque fuesen descabelladas, lo eran. Sin darme cuenta ya estaba frente a la puerta de casa. Metí la llave. La giré hacia la derecha, sin fuerzas. Después de un par de intentos se abrió. Entré, efectivamente, estaba sola. Ni siquiera encendí la luz, solo deseaba que si algo se encontrase en la oscuridad me devorase. A mi y a esos pensamientos. Llegué a mi habitación, encendí la luz de la mesilla, entonces vi nuestra foto. Esa que te saqué al despiste, mientras besabas mi mejilla, aquella tarde soleada de Julio. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Pero esta vez sin saber como las contuve.


Después de una ducha fría en esa noche álgida, me puse un pijama. El primero que encontré. Me tumbé en la cama, la mirada de nuevo, o mejor dicho, aún estaba perdida. En mi mente no cesaban esos pensamientos desatinados. Al cabo de una hora. Quizás dos o tres, me senté en la cama ayudándome de mi brazo, sin fuerzas me levante. Caminé hacia la cocina. Esta vez mis píes eran arrastrados por mi cerebro, quien los obligaban a andar. Encendí la luz. Entré. Cogí mi taza favorita, esa con dibujos azules y verdes que me regalaste por nuestro quinto mes, la llene de agua. Me acerque hasta la despensa. La abrí. Cogí esa cajita de medicinas. La que había justo al lado de la vieja lata de café que mi madre conservaba desde que se casó. Saqué todas pastillas que vi, poniéndolas en un vaso más pequeño. Con la taza y ese pequeño vaso, caminé hacía mi habitación. Ahí, sentada en la cama, me tome una. Bebí. Después otra. Bebí. Y así hasta 20, o 30. Cuando terminé con todas y cada una de ellas me tumbé en la cama, apagué la luz de la mesilla. Permanecí tumbada con los ojos abiertos completamente, esperando mi momento durante casi una hora. Entonces, poco a poco fui sintiendo una presión que no me dejaba respirar, que hacia que mis ojos por inercia se cerrasen y así lo hicieron, pero aún así sentía como el corazón latía cada vez más fuerte, hasta pararse, dejando que mis pulmones cogiesen la última bocanada de aire que darían para siempre.
                                              
                                             
                SaraHdez

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